LAS MANOS DE VICTORIA
La cocina de Victoria tenía ese aroma tan particular. Cada mañana, yo despertaba con ese aroma especial. La ventana de mi cuarto daba al fondo de mi casa. El fondo tenía compartido el mismo fondo del vecino y daba a la puerta trasera de la cocina de Doña Victoria. El aroma era de los dos. Doña Victoria era vieja, ya abuela, de las de delantal y moño. Había llegado allá por los 900’ en un barco con bandera italiana como tantos otros inmigrantes que vinieron también a refugiarse, a esta punta de Montevideo, la cual los hacía recordar desde lo alto sus también más altas montañas natales llenas de nieve.
En la esquina estaba el puesto de frutas y verduras de don Antonio, el gallego, que cuando le ayudaba con los cajones me regalaba una bolsita de caramelos y una manzana. Los caramelos me duraban el camino a la escuela y la manzana hasta que llegaba a casa y se la daba a mi vieja. Manzana por rica que fuera, no era merienda para la escuela. Frente al puesto de don Antonio estaba la panadería, la atendía Beto, pero era el empleado. Beto era del barrio, como yo, ya había nacido aquí. Siempre me daba las margaritas de dulce de membrillo más grandes y me las cobraba al mismo precio que las chicas. Doña Victoria cada mañana iba hasta la panadería con su bolsa de mandados anaranjada con rayas amarilla de tela entramada. Lo que me llamaba la atención era que iba a la panadería y no compraba el pan del día, sino, dos paquetes de harina, separados en medio kilo cada uno y los pedía, por favor. Así, ya los tenía separados y los podía usar más fácilmente.
Las manos de Doña Victoria tenían la historia de la guerra tanto como las caricias de la creación de una nación nueva. Yo le veía las arrugas y pensaba que en cada uno de esos pliegues se alojaba una página de historia mundial. Podíamos desenrollar la piel y encontrar un lienzo que nos contara tantas hazañas, salidas, escapes, amores, silencios, abrazos y alegrías como habían transitado todos los inmigrantes que ella recibía los domingos. El aroma mañanero de los domingos era el mismo, pero se sumaba también el queso fresco. Los domingos era la misma rutina, pero el puesto del gallego era suplantado por la feria. A mi me encantaba ir a la feria, siempre me llevaba mi abuelo que se peleaba con el puestero de media cuadra por el precio del durazno y con el de la esquina por el de la papa. Me extrañaba que siempre fuera igual, creo que era un juego que ya tenían preparado. Además, todos en la feria lo hacían. Siempre me pregunté para qué ponían un precio marcado en esa placa negra con tiza si después se terminaba pagando otra cosa.
A veces los sábados de noche en la casa de Doña Victoria quedaban las luces prendidas hasta tarde, y en invierno, la chimenea largaba olor a eucaliptus. Nada impedía que a la mañana siguiente, temprano, yo sintiera ese aroma tan particular. Era un hermoso y dulce despertar. En mi cama sentía como si me abrigara el calor del horno. Doña Victoria tenía siempre las uñas cortas. Cuando la veía salir, ya salía el humo de la cocina con ella. Tenía blancas las manos y el delantal. Iba a buscar dulce de membrillo, dulce de leche o alguna mermelada. También manteca, aunque en general siempre tenía, porque los primeros martes del mes llegaba el gringo con el surtido de leche, manteca, queso y algunas otras cosas que duraba los primeros quince días.
Cuando comenzaba a sentir el aroma de Doña Victoria me despertaba sereno y con mucha hambre. El aroma atravesaba el fondo, saltaba la valla que nos separaba del vecino, se colaba por mi ventana y me ayudaba a lavarme la cara. Sentía como si en realidad fueran las manos suaves y tiernas de la vieja Doña Victoria que me meciera y despertara.
Para desayunar siempre tenía alguna rebanada de pan, unas galletas, algo de mermelada y un trozo de queso. El café con leche que mi madre me había dejado pronto y el aroma de la casa de Doña Victoria, que también es alimento. Era ese alimento que alguna vez escuché decir a algún adulto, seguramente pegado a la valla del fondo, es de los que alimentan el alma. Tan agradable y delicioso aroma creería que debiera alimentar a toda la familia y al barrio. Como si Doña Victoria hubiera tenido la extraña tarea designada por aquel cambio de mundo de venir a alimentar con sus manos arrugadas y su delantal lleno de harina y paz, a todos los pobladores de mi barrio y a toda mi familia.
Cada noche era para mí una despedida a la luna con la certeza y la alegría que a la mañana siguiente Doña Victoria pondría en marcha su empresa, leudaría sus manos para que yo despertara feliz y alegre con ese aroma en las sábanas. Así yo sentía que mi vida iba a ser hermosa y que siempre me acompañaría ese despertar del barrio que nos caracterizaba y nos unía por las manos de aquella vieja italiana. Nunca me atreví a ver su secreto, por más que era un simple toldo y unas ramas las que separaban nuestros fondos, nunca crucé ni siquiera mi cabeza. No quería arruinar el secreto, no quería saber lo que realmente era que desprendía mañana a mañana ese delicioso, sencillo y alegre aroma. Me alcanzaba con ver a aquella abuela diciéndome buen día con su cara de pan.
Tiempo pasó y todos fuimos creciendo, las manos de Doña Victoria fueron alimentando los sueños y emprendimientos de los que éramos más jovencitos, alentándonos con ese aroma a levantarnos temprano y salir en busca de nuestro propio destino. Creo que, de algún modo, explicándonos con algunas pocas palabras, lo que tuvieron que hacer ellos muchos años antes.
Mantengo siempre el recuerdo de sus manos arrugadas, sembradoras de toda una nueva historia contada hasta los mismos días de hoy.
Nunca crucé mi cabeza para fijarme lo que era realmente que tenía guardado en secreto el aroma de mi italiana, nunca lo necesité, siempre lo supe. Nunca le agradecía a Doña Victoria tampoco, por cada mañana que ella destinaba para regalarme su ofrenda de desayuno, nunca me lo pidió, nunca fue necesario, yo sé que ella lo sabe.
Pueden estar tranquilos, que en cada momento necesario, puedo cerrar los ojos, retornar a mi cuarto, abrir la ventana y sentir ese aroma, alimento de pan fresco que nos llenó el alma y que nos hizo ser, nosotros mismos.
Baqo