ATRAPADO

Horacio era un hombre grande, pelo negro bien peinado y mirada muy firme. El bigote un poco quemado por el cigarro y los dientes amarillos. Siempre hablaba un mismo tono, era claro en sus conceptos y atraía con su voz. Paseaba con sus zapatos lustrados y su cinturón de cuero negro. La llegada a cada pasillo generaba sorpresa y admiración. Sobre todo era a las mujeres que se les acercaba y ellas solamente lo miraban, pareciera que lo escuchaban. 

Las escaleras lo veían llegar y se preparaban para soportar, uno a uno los escalones, el peso de sus zapatos. Cada día subía las escaleras y paseaba por cada uno de aquellos largos pasillos, cerraba alguna puerta y juntaba agua para regar esas plantas que había puesto en las ventanas. Le preocupaba una mancha de humedad en el techo que avanzaba cada día de lluvia. Trancaba bien el acceso y se dirigía nuevamente a los pasillos para continuar el diálogo con alguna de esas mujeres que raramente le contestaban pero le mantenían la mirada firme. 

Una música tenue de fondo, una placentera silla, los cigarros y una caja de bombones empezada daban fin al paseo, anunciando la hora de descansar para todos y todas, aunque la mayoría, quedaban con los ojos abiertos. 

A la mañana siguiente el sol iluminaba todos los pasillos, Horacio saludaba a todas, subía para ver sus plantas y abrir las puertas, ya no conversaba tanto, el diálogo era de otros que cada día tenían un rostro distinto pero visitaban a los mismos de siempre. Horacio se aburría un poco durante el día, aprovechaba para lustrar sus zapatos, cuidar sus plantas y pensar largamente cómo deshacerse de esa mancha cada vez más impresionante que cubría el techo. No se animaba a hacer nada, sabía que comenzar el proceso debía ser para matar el avance de una vez y para siempre. Así, cada día repetía el recorrido y la rutina. Algunos días hablaba con unas mujeres, otros días con otras, dependiendo el pasillo que recorriera y el marco elegido para el momento. Los hombres que por allí estaban no eran de su interés, inclusive si estaban unidos a alguna de aquellas, no los miraba y a muchos les daba la espalda. Todo se desarrollaba normalmente, como todos los días y nuevamente frente al brillo, Horacio subía al piso de arriba a cuidar de sus zapatos y pensar en la mancha del techo. Buscaba pasatiempos, conversaba con margarita, con azucena y con clavel. Miraba fijamente el techo y veía cómo se formaba en sus ojos, la mancha negra transformada en distintas figuras. Primero una paloma, una mariposa, un sol. Una luna, un ojo, una pantera. 

Aquél día cuando aquella mujer aceptó subir con él ante los ojos de todos, cambió la rutina, cambió el recorrido. Debió esconderla, porque sentía que todos preguntaban y preguntarían por ella. Temía que alguno de aquellos hombres, ignorados por él cada día, lo delataran. Ya no soportaba los gritos, las miradas rígidas constantes y denunciantes, y los dedos de varios hombres que escultural y estáticamente lo señalaban acusándolo. No podía perder más tiempo, sabía Horacio que ante el sol se descubriría su hecho. Subía y bajaba las escaleras y ya no, uno a uno los escalones. Desesperado, subió la música para no escuchar más lo que le decían las voces de los pasillos y corrió al piso de arriba para evitar las mismas oscuras miradas. Trancó y allí se quedó. Se quitó los zapatos y miró al techo. La mancha era un inmenso ojo, una pantera, y se produjo un eterno silencio. 

Al día siguiente todos llegaron temprano pero el sol no hizo brillar aquellos pasillos. Se preguntaban por Horacio que cada mañana los recibía. Estaban los cigarrillos y algunos bombones derretidos junto a los desordenados papeles de circulación. La música más alta de lo habitual y en el primer pasillo la figura pintada de aquella mujer, desaparecida. La incertidumbre estaba en la ausencia de las llaves que siempre quedaban sobre el mostrador de la entrada sobre los folletos explicativos y de bienvenida. Nada era habitual, nada era normal. 

Se produjo un nuevo silencio para llamar a Horacio, pero no respondía. Nadie le respondía. La recorrida fue inútil, no lo encontraban en ningún pasillo y nadie a quien poderle preguntar lo ocurrido. Alguien presente que respondiera si al menos lo habría visto. Así, la recorrida acelerada en las primeras horas del día hasta llegar al piso de arriba.

La puerta de acceso abierta, las flores marchitas, la única puerta que escondía los viejos muebles cerrada, los zapatos en el piso y el cinturón bien ajustado al cuello de Horacio. 

La sorpresa al derribar la puerta de los viejos muebles del piso más alto y ver pintada la mirada de aquella mujer enmarcada, dibujada, inmóvil, encontrada sola y ausente bajo una vieja lona, atada, encerrada en esta historia de amor, de locura y de muerte, que esperaba encontrarse por primera vez sola en aquella noche, con los ojos atrapados de Horacio.

Baqo

About Prof. Pablo A. Rey Ríos

En el tránsito de su experiencia educativa, Pablo ha logrado llevar adelantes múltiples proyectos educativos de alto impacto tanto en el plano formal como no formal. Docente de Literatura, involucrado y formado en metodologías pedagógicas activas para el siglo XXI, actualmente se desempeña como docente y desarrollando roles de gestión y asesoramiento pedagógico tanto en instituciones públicas como privadas de Montevideo

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